Tepoztlán era un pueblo muy particular, rodeado de grandes y hermosas cadenas montañosas, de gran atractivo visual. Sólo que para sus habitantes era cosa de todos los días, como suele pasar.
Don Alberto, el herrero del lugar, como tantos otros trabajadores, había heredado el oficio de sus ancestros. Y cada generación se había perfeccionado en su labor. Era por eso que a Don Alberto nunca le faltaba trabajo.
Había dedicado su vida al servicio de los demás a través de su herrería. Vivía con su gato Misha, su única compañía. Su taller estaba instalado a un costado de su morada, por lo tanto era poco lo que Don Alberto salía del hogar. Si no fuera por Doña Carmela que siempre había estado cerca y le traía las noticias de aquí y de allá, seguramente no hubiera conocido mucho más de lo que sus ojos llegaban a observar.
Doña Carmela era conocida como la solterona del pueblo. Y de más joven las malas lenguas decían que iba a la casa de Don Alberto buscando algún tipo de placer que las damas correctas ni siquiera se animaban a nombrar. Ya de vieja, a pesar de que a ella nunca le importaron los rumores, los mismos se habían desvanecido y todos daban por sentado que ella era “la mujer” de Don Alberto. Nada más lejos de la realidad. Aunque, claro, le hubiera gustado que así fuera. Doña Carmela estaba enamorada de Don Alberto desde muy temprana edad y era tan grande su amor por él, que había decidido sufrirlo en silencio. El simple hecho de verlo diariamente y ser su compañía durante algunos instantes, le era suficiente.
Si bien Don Alberto apreciaba mucho todo lo que ella hacía por él, nunca se animó a hablarle de amor. Tal vez por temor al rechazo o quizás por respeto a tan maravillosa mujer que durante años lo había acompañado. O simplemente porque consideraba que la herrería era una pasión imposible de igualar.
Y así vivían cada día. Doña Carmela le llevaba la comida, intercambiaban algunas palabras, le ordenaba un poco la hedionda casa (porque donde vive sólo un hombre y un gato nunca puede haber buen olor) y se iba tranquila a su hogar.
Ya al anochecer, Don Alberto abandonaba su taller y en su casa disfrutaba de la cena que Doña Carmela le había preparado. Pero siempre solo, nunca siquiera tuvo la gentileza o la imaginación suficiente como para invitarla a cenar.
Más tarde intentaba informarse a través del periódico de los hechos más notorios del día (aunque a esa hora ya quedaban vetustos) y con su cuerpo cada vez más agotado según pasaban los años se dirigía a su habitación a descansar, para en un nuevo día retomar sus tareas de manera habitual.
Pero pese a todo y aunque su apariencia no lo decía, Don Alberto, tanto dormido como despierto, no dejaba de soñar. Estaba por llegar a los 70 años y desde niño había querido conocer el mar. Día tras día había imaginado el olor, la calidez o el frío que le provocaría, la anchura que tendría, el estremecimiento que sentiría al hundir sus pies en él. Sabía que ya a esa edad pocos años le restarían por vivir, así que tomaría la gran decisión de su vida: por primera vez cerraría la herrería por dos semanas y se iría a cumplir su sueño. Y había algo más. Iría con Doña Carmela. Nada podía ser más perfecto que conocerlo junto a ella, a quien si bien no se había detenido a amarla, estaba convencido que dentro suyo ese amor existía y se despertaría frente al mar.
Esa noche, Don Alberto soñó que estaba en un barco, junto a ella y a su gato Misha. Las olas parecían blancas telas que se movían al ritmo de su corazón y el barco navegaba entre ellas, formando estelas brillantes que reflejaban la luz del sol.
A la mañana siguiente, se dirigió a su herrería como siempre, con la diferencia que ese día anunciaría a sus clientes que las siguientes dos semanas la misma permanecería cerrada. Sabía que recibiría quejas al respecto, pero no estaba dispuesto a dejarse persuadir por ellos. La decisión ya estaba tomada. También era el día en que le pediría a Doña Carmela apenas llegara esa mañana que viajara junto a él. Misha lo miraba desde lejos, sospechando que algo extraño estaba a punto de suceder.
Doña Carmela entró a la herrería como todos los días. Acarició a Misha y llamó en voz alta a Don Alberto. Si bien hacía muchos años que entraba en esa casa, siempre el respeto se anteponía y no solía dar un paso sin la autorización de él. Esperó un momento, pero poco después comenzó a impacientarse. Ya estaba bastante vieja para esperar. Y más si de Don Alberto se trataba. El la había hecho esperar demasiado en estos años. Dio unos pasos en dirección a la puerta que comunicaba la herrería con la casa y allí lo vio, tirado en el suelo, sosteniendo una de sus herramientas, aferrado a ella, como si la misma lo mantuviera atado a la realidad. Salió corriendo a pedir ayuda, los hombres de las casas vecinas entraron a asistirlo, un médico que por allí pasaba se abrió paso entre la multitud que comenzaba a aglomerarse en la puerta de entrada. Doña Carmela observaba todo desde un rincón, con Misha en sus brazos, acariciándolo y con algunas lágrimas que ya comenzaban a recorrer los surcos de su rostro.
Don Alberto había muerto. Nunca conoció el mar. Y aunque no supo cómo amar a Doña Carmela, ella fue fiel a sus sentimientos y estaba segura que él los había sabido valorar. Fue por eso que nadie se sorprendió cuando Doña Carmela pidió guardar sus cenizas. Todos creían que nadie merecía más que ella conservarlas.
Pocos días después de la muerte de Don Alberto, Doña Carmela se dio cuenta que si no iba tras sus sueños lo mismo le sucedería a ella y tal vez con cierta prontitud, porque aunque gozaba de buena salud, los años se hacían notar. Ya había perdido al amor de su vida, no estaba dispuesta a perder lo único que le quedaba: la posibilidad de conocer el mar. Pensó que era una pena que Don Alberto no estuviera para acompañarla, aunque no estaba segura si él la hubiera seguido. Armó una pequeña valija y la llenó con algunas prendas de ropa, pero principalmente con valor y, por primera vez en su vida, dejó atrás Tepoztlán.
El viaje no lo hizo sola. Llevó las cenizas de Don Alberto consigo. Sentía que de alguna forma él igual sería su compañía. Pero no regresó con ellas. Nunca había visto algo tan maravilloso. Ni siquiera en sus sueños. El mar era mucho más inmenso de lo que ella jamás hubiera podido imaginar. Y por amor a Don Alberto decidió que ese sería el mejor lugar para que finalmente descansara en paz. Se despidió de él con un hasta siempre, porque entendía que si había sido su compañera en vida también lo sería en el momento de su propia muerte. Lanzó las cenizas al mar. Pocos días más tarde volvió sola, pero con un aire renovado, a Tepotzlán, sin saber que el sueño de Don Alberto finalmente se había hecho realidad.
Don Alberto, el herrero del lugar, como tantos otros trabajadores, había heredado el oficio de sus ancestros. Y cada generación se había perfeccionado en su labor. Era por eso que a Don Alberto nunca le faltaba trabajo.
Había dedicado su vida al servicio de los demás a través de su herrería. Vivía con su gato Misha, su única compañía. Su taller estaba instalado a un costado de su morada, por lo tanto era poco lo que Don Alberto salía del hogar. Si no fuera por Doña Carmela que siempre había estado cerca y le traía las noticias de aquí y de allá, seguramente no hubiera conocido mucho más de lo que sus ojos llegaban a observar.
Doña Carmela era conocida como la solterona del pueblo. Y de más joven las malas lenguas decían que iba a la casa de Don Alberto buscando algún tipo de placer que las damas correctas ni siquiera se animaban a nombrar. Ya de vieja, a pesar de que a ella nunca le importaron los rumores, los mismos se habían desvanecido y todos daban por sentado que ella era “la mujer” de Don Alberto. Nada más lejos de la realidad. Aunque, claro, le hubiera gustado que así fuera. Doña Carmela estaba enamorada de Don Alberto desde muy temprana edad y era tan grande su amor por él, que había decidido sufrirlo en silencio. El simple hecho de verlo diariamente y ser su compañía durante algunos instantes, le era suficiente.
Si bien Don Alberto apreciaba mucho todo lo que ella hacía por él, nunca se animó a hablarle de amor. Tal vez por temor al rechazo o quizás por respeto a tan maravillosa mujer que durante años lo había acompañado. O simplemente porque consideraba que la herrería era una pasión imposible de igualar.
Y así vivían cada día. Doña Carmela le llevaba la comida, intercambiaban algunas palabras, le ordenaba un poco la hedionda casa (porque donde vive sólo un hombre y un gato nunca puede haber buen olor) y se iba tranquila a su hogar.
Ya al anochecer, Don Alberto abandonaba su taller y en su casa disfrutaba de la cena que Doña Carmela le había preparado. Pero siempre solo, nunca siquiera tuvo la gentileza o la imaginación suficiente como para invitarla a cenar.
Más tarde intentaba informarse a través del periódico de los hechos más notorios del día (aunque a esa hora ya quedaban vetustos) y con su cuerpo cada vez más agotado según pasaban los años se dirigía a su habitación a descansar, para en un nuevo día retomar sus tareas de manera habitual.
Pero pese a todo y aunque su apariencia no lo decía, Don Alberto, tanto dormido como despierto, no dejaba de soñar. Estaba por llegar a los 70 años y desde niño había querido conocer el mar. Día tras día había imaginado el olor, la calidez o el frío que le provocaría, la anchura que tendría, el estremecimiento que sentiría al hundir sus pies en él. Sabía que ya a esa edad pocos años le restarían por vivir, así que tomaría la gran decisión de su vida: por primera vez cerraría la herrería por dos semanas y se iría a cumplir su sueño. Y había algo más. Iría con Doña Carmela. Nada podía ser más perfecto que conocerlo junto a ella, a quien si bien no se había detenido a amarla, estaba convencido que dentro suyo ese amor existía y se despertaría frente al mar.
Esa noche, Don Alberto soñó que estaba en un barco, junto a ella y a su gato Misha. Las olas parecían blancas telas que se movían al ritmo de su corazón y el barco navegaba entre ellas, formando estelas brillantes que reflejaban la luz del sol.
A la mañana siguiente, se dirigió a su herrería como siempre, con la diferencia que ese día anunciaría a sus clientes que las siguientes dos semanas la misma permanecería cerrada. Sabía que recibiría quejas al respecto, pero no estaba dispuesto a dejarse persuadir por ellos. La decisión ya estaba tomada. También era el día en que le pediría a Doña Carmela apenas llegara esa mañana que viajara junto a él. Misha lo miraba desde lejos, sospechando que algo extraño estaba a punto de suceder.
Doña Carmela entró a la herrería como todos los días. Acarició a Misha y llamó en voz alta a Don Alberto. Si bien hacía muchos años que entraba en esa casa, siempre el respeto se anteponía y no solía dar un paso sin la autorización de él. Esperó un momento, pero poco después comenzó a impacientarse. Ya estaba bastante vieja para esperar. Y más si de Don Alberto se trataba. El la había hecho esperar demasiado en estos años. Dio unos pasos en dirección a la puerta que comunicaba la herrería con la casa y allí lo vio, tirado en el suelo, sosteniendo una de sus herramientas, aferrado a ella, como si la misma lo mantuviera atado a la realidad. Salió corriendo a pedir ayuda, los hombres de las casas vecinas entraron a asistirlo, un médico que por allí pasaba se abrió paso entre la multitud que comenzaba a aglomerarse en la puerta de entrada. Doña Carmela observaba todo desde un rincón, con Misha en sus brazos, acariciándolo y con algunas lágrimas que ya comenzaban a recorrer los surcos de su rostro.
Don Alberto había muerto. Nunca conoció el mar. Y aunque no supo cómo amar a Doña Carmela, ella fue fiel a sus sentimientos y estaba segura que él los había sabido valorar. Fue por eso que nadie se sorprendió cuando Doña Carmela pidió guardar sus cenizas. Todos creían que nadie merecía más que ella conservarlas.
Pocos días después de la muerte de Don Alberto, Doña Carmela se dio cuenta que si no iba tras sus sueños lo mismo le sucedería a ella y tal vez con cierta prontitud, porque aunque gozaba de buena salud, los años se hacían notar. Ya había perdido al amor de su vida, no estaba dispuesta a perder lo único que le quedaba: la posibilidad de conocer el mar. Pensó que era una pena que Don Alberto no estuviera para acompañarla, aunque no estaba segura si él la hubiera seguido. Armó una pequeña valija y la llenó con algunas prendas de ropa, pero principalmente con valor y, por primera vez en su vida, dejó atrás Tepoztlán.
El viaje no lo hizo sola. Llevó las cenizas de Don Alberto consigo. Sentía que de alguna forma él igual sería su compañía. Pero no regresó con ellas. Nunca había visto algo tan maravilloso. Ni siquiera en sus sueños. El mar era mucho más inmenso de lo que ella jamás hubiera podido imaginar. Y por amor a Don Alberto decidió que ese sería el mejor lugar para que finalmente descansara en paz. Se despidió de él con un hasta siempre, porque entendía que si había sido su compañera en vida también lo sería en el momento de su propia muerte. Lanzó las cenizas al mar. Pocos días más tarde volvió sola, pero con un aire renovado, a Tepotzlán, sin saber que el sueño de Don Alberto finalmente se había hecho realidad.
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