A nadie parecía importarle mi presencia allí. Tampoco yo conocía a nadie, excepto al difunto, claro, pero eso ya no era relevante.
La sala, como siempre lúgubre, ambientada con el llanto desesperado de quienes supuestamente más lo habían sabido querer en vida.
Tímidamente me fui moviendo hasta estar cerca del cajón donde Carlos yacía muerto. Para mi regocijo, si es que se puede tener alguno en esas circunstancias, estaba cerrado. La madera de su ataúd de un roble oscuro labrado con rosas y las asas de un bronce reluciente, hacían que de alguna manera su muerte fuera tan elegante como solía serlo en vida.
El típico olor a velorio me descompuso un poco, aunque en realidad no sabía bien si eran los claveles o la muerte lo que me provocaba náuseas.
Permanecí inmóvil en un rincón, observando todo como la extraña que era.
De repente se me ocurrió pensar que el cajón estaba vacío y que cada suceso que ocurría allí dentro no era más que un engaño. Que las lágrimas no tenían ningún sentido, que la tierra las absorbería y desaparecerían en el olvido, que los Padre Nuestro que dos señoras ancladas a las cuentas de un rosario murmuraban en forma continua, eran dirigidas hacia un alma que se reía de ellas.
Salí de esa pequeña salita un poco abrumada por mis pensamientos y me dirigí al salón central.
Un grupo pequeño de mujeres cuchicheaban y reían por lo bajo. Era evidente que les importaba más la vida que la muerte en esos momentos. Y supongo que hacían bien.
Un mozo se acercó a ofrecerme un pocillo de café del cual estuve tentada de aceptar. El aroma casi me conquistó, pero los recuerdos que me embriagaron en ese preciso instante me llevaron a rechazarlo. Es que con Carlos solíamos despedirnos siempre con la promesa de un próximo café. Esta vez, no habría promesas. Ni más Carlos. Por lo tanto, tampoco habría café.
Mi tiempo allí había terminado. Me acerqué al libro de visitas que permanecía con sus hojas en blanco. Guiada por un impulso tomé el bolígrafo y las palabras comenzaron a fluir como solía sucederme cuando pensaba en él. La estrofa de una canción que habíamos hecho nuestra y una pequeña lágrima quedaron estampados en el recuerdo de algo que sólo Carlos podría entender pero que ya nunca podría leer.
Que descanse en paz, me dije. Me dirigí con cierta ligereza hacia la escalera, afirmando mis tacos en cada escalón que bajaba. Al llegar a la calle el viento me obligó a envolverme en mi chaquetón gris, aquel que una vez escondió mi desnudez ante su mirada de deseo. No pude evitar sonreír y apretarme más en mi abrigo, como si fueran sus brazos los que me estuvieran dando cobijo. Respiré hondo, dejando que el aire frío penetrara en mis pulmones. Sentí el cemento duro bajo mis pies. Con una rapidez innecesaria la urbanidad comenzaba a apoderase de mí. El rugir de los motores y la bocina de algún conductor impertinente me resultaban aturdidores. Las voces anónimas de la ciudad retumbaban en mi cabeza como gritos desgarrados. Escapé corriendo hacia mi automóvil y me encerré en él. Las lágrimas no tardaron en aparecer y rodar por mis mejillas, en silencio. Fue entonces cuando me di cuenta que la ciudad seguiría existiendo sin que ni siquiera por un instante alguien se percatara de que para mí ya todo sería diferente y que en esa fría mañana de agosto parte de mi alma había quedado muerta en un cajón.
La sala, como siempre lúgubre, ambientada con el llanto desesperado de quienes supuestamente más lo habían sabido querer en vida.
Tímidamente me fui moviendo hasta estar cerca del cajón donde Carlos yacía muerto. Para mi regocijo, si es que se puede tener alguno en esas circunstancias, estaba cerrado. La madera de su ataúd de un roble oscuro labrado con rosas y las asas de un bronce reluciente, hacían que de alguna manera su muerte fuera tan elegante como solía serlo en vida.
El típico olor a velorio me descompuso un poco, aunque en realidad no sabía bien si eran los claveles o la muerte lo que me provocaba náuseas.
Permanecí inmóvil en un rincón, observando todo como la extraña que era.
De repente se me ocurrió pensar que el cajón estaba vacío y que cada suceso que ocurría allí dentro no era más que un engaño. Que las lágrimas no tenían ningún sentido, que la tierra las absorbería y desaparecerían en el olvido, que los Padre Nuestro que dos señoras ancladas a las cuentas de un rosario murmuraban en forma continua, eran dirigidas hacia un alma que se reía de ellas.
Salí de esa pequeña salita un poco abrumada por mis pensamientos y me dirigí al salón central.
Un grupo pequeño de mujeres cuchicheaban y reían por lo bajo. Era evidente que les importaba más la vida que la muerte en esos momentos. Y supongo que hacían bien.
Un mozo se acercó a ofrecerme un pocillo de café del cual estuve tentada de aceptar. El aroma casi me conquistó, pero los recuerdos que me embriagaron en ese preciso instante me llevaron a rechazarlo. Es que con Carlos solíamos despedirnos siempre con la promesa de un próximo café. Esta vez, no habría promesas. Ni más Carlos. Por lo tanto, tampoco habría café.
Mi tiempo allí había terminado. Me acerqué al libro de visitas que permanecía con sus hojas en blanco. Guiada por un impulso tomé el bolígrafo y las palabras comenzaron a fluir como solía sucederme cuando pensaba en él. La estrofa de una canción que habíamos hecho nuestra y una pequeña lágrima quedaron estampados en el recuerdo de algo que sólo Carlos podría entender pero que ya nunca podría leer.
Que descanse en paz, me dije. Me dirigí con cierta ligereza hacia la escalera, afirmando mis tacos en cada escalón que bajaba. Al llegar a la calle el viento me obligó a envolverme en mi chaquetón gris, aquel que una vez escondió mi desnudez ante su mirada de deseo. No pude evitar sonreír y apretarme más en mi abrigo, como si fueran sus brazos los que me estuvieran dando cobijo. Respiré hondo, dejando que el aire frío penetrara en mis pulmones. Sentí el cemento duro bajo mis pies. Con una rapidez innecesaria la urbanidad comenzaba a apoderase de mí. El rugir de los motores y la bocina de algún conductor impertinente me resultaban aturdidores. Las voces anónimas de la ciudad retumbaban en mi cabeza como gritos desgarrados. Escapé corriendo hacia mi automóvil y me encerré en él. Las lágrimas no tardaron en aparecer y rodar por mis mejillas, en silencio. Fue entonces cuando me di cuenta que la ciudad seguiría existiendo sin que ni siquiera por un instante alguien se percatara de que para mí ya todo sería diferente y que en esa fría mañana de agosto parte de mi alma había quedado muerta en un cajón.
Auch, resulta que la gente con sus vidas avanza sí. Y una entra en otra dimensión, donde todo es más lento y a cada paso vemos todo lo que no podremos volver a compartir con quién se fue.
ResponderBorrarBesos
Mage: redondo, me encantó. Muy pero muy bien escrito. Te felicito. Un besote,
ResponderBorrarPobre Carlos.
ResponderBorrarY la copio a Maia porque ella sabe y yo aprendo: redondo.
Baci, bella
Que bien te quedó... fluidisimo!!!
ResponderBorrarBeso!
Y esa es la sensación. Saber que todo sigue girando. No puedo ponerme en el lugar de los muertos, pero me encantaría que se estén riendo de nosotros.
ResponderBorrarEn mi cambio de casa algo se traspapeló. Es largo de explicar, pero entendible (después te cuento).
ResponderBorrarHay un llanto que explotó cuando murió mi vieja como hace 15 años. Fue un momento, ese momento en que percibí que todo seguiría girando, menos ella. Un beso.
Maia, Nina y Ana: gracias por los elogios. Les cuento que este relato participó en un concurso (no ganó ni quedó finalista). Quizás por eso tiene otra fluidez.
ResponderBorrarPalu, Edmundo y Curiyú: es así, todo sigue igual. Y es en un momento que nos damos cuenta de eso, de que el dolor nuestro no es que no importe, sino que la vida continúa y hay que hacerlo a un lado, por lo menos para seguir en ella.
Besos a todos y gracias por pasar.