A medida que iba cayendo la tarde, la sombra de los edificios anunciaban el final de la jornada laboral. Las luces comenzaban a encenderse en los mismos y la gente transitaba en las calles con paso apresurado, huyendo de la noche que pronto se apoderaría de Manhattan.
Era raro, pero a mi la ciudad me gustaba tanto de día como en la noche. Ya hacía un año que vivía allí y aún no me había acostumbrado a ese ritmo alocado y a la vez estructurado que tienen los neoyorquinos. Para mi Nueva York era como vivir siempre dentro de una película hollywoodense. Donde fuera que fuera recordaba algo de algún film: el Central Park, el Empire State, el Chrysler Building, la Biblioteca Nacional, los museos, los hoteles, la 5ta Avenida, la 42th, Saks, Macys, Bloomingdale’s, el Madison Square Garden, el Rockefeller Center con su pista de patinaje que majestuosamente se baña en oro cada noche, los pretzels recién hechos en las esquinas, el aroma al café de los Starbucks, el vapor de los subtes subiendo desde el piso que, increíblemente en la noche, le daba hasta un aspecto siniestro a la ciudad.
Ya no era una turista, sin embargo, el vivir cada instante con tanta pasión me hacía sentir como tal. Yo no corría a Grand Central por el primer tren que me llevara a mi humilde departamento en las afueras de la ciudad. Por el contrario, me quedaba disfrutando de ver correr a los demás.
El frío en invierno parecía cortar la piel, es verdad. Ni que hablar si nevaba. Pero con mi nariz casi congelada a pesar de estar cubierta con una buena bufanda, llegaba a eso de las cinco de la tarde a la estación y sólo me sentaba a mirar pasar a los pasajeros.
Nueva York es una ciudad muy heterogénea y no hay más que tomarse algunos minutos para darse cuenta de la variedad no sólo de razas y culturas, sino de locuras que hay por allí.
Estaba el violinista con su melodía a veces triste y otras más alegres. Algunos pocos dejaban caer dos o tres monedas, pero sin siquiera escuchar qué notas salían de su violín.
Estaban los maquinistas, con sus gorras azules bien armadas, que iban de un andén a otro, tratando de que sus vagones salieran en tiempo y forma. Atrasarse un minuto puede llevar a una demanda en esa ciudad.
Estaban los maquinistas, con sus gorras azules bien armadas, que iban de un andén a otro, tratando de que sus vagones salieran en tiempo y forma. Atrasarse un minuto puede llevar a una demanda en esa ciudad.
Y también estaba la señora negra, alta, delgada, con su pelo corto y encrespado, de unos cuarenta y cinco años, que cargaba una bolsa azul. Lo particular era que ella nunca iba apurada. Su paso era lento y pausado, y su destino siempre el mismo. Iba hasta los asientos siempre vacíos al costado del andén 4. Con un suave movimiento giraba y se sentaba en el primero, a la derecha del andén, lugar que parecía estar reservado para ella. Una vez allí, parecía desinflarse. Permanecía estática por algunos segundos. Luego de recuperar energías, supongo, aún sentada doblaba su cuerpo hacia delante y abajo y colocaba la bolsa bajo el asiento. Volvía a incorporarse y permanecía quieta allí, esperando. Nunca supe qué ni a quién. Jamás me fui después que ella.
Me gustaba Nueva York. En especial me gustaba Manhattan. A pesar del frío tan frío en invierno. A pesar del calor tan caluroso en verano. Me gustaban los tulipanes en primavera en cada vidriera, en cada esquina. El otoño con su desfile de Saint Patrick por la 5ta. Avenida. El Soho, China Town y el Bronx, aunque este último sólo de día.
Me gustaba ser John Lennon y Yoko Ono paseando por el Central Park, Madonna de compras por las mejores tiendas, Al Pacino comiendo pasta en Little Italy o desayunar con Truman Capote cerca de Tiffany’s.
Me gustaba el arte que encontraba en lugares comunes pero también en rincones inimaginables. Ser Andy Warhol y tener mis 15 minutos de fama.
En Nueva York me sentía como en casa.
Y hasta el día de hoy me pregunto si realmente no lo sería. No sé por qué siempre tengo la bendita o maldita manía de volar. Mi falta de estabilidad conmigo misma hizo que un día me fuera por otros cielos, buscando nuevas ramas donde parar. No sé por qué me soy tan infiel. Aunque pensándolo bien y hablando de infidelidades, tal vez fue porque Manhattan es la Gran Manzana, y hasta a mi me superó el hecho de imaginarme pecando con algo de semejante magnitud.
No conozco NY, pero siempre pensé que si no hubiera elegido Montevideo, sería allí donde me sentiría en casa también, me parecen familiares esas sensaciones que trasmites, quien sabe de otra vida...
ResponderBorrarMuy lindo.
tal como leerlo en un libro casi lo vivo, muchos besos mage linda ^-^
ResponderBorrarpor fin me pase jiji y me encantó tal como lo predijiste :)
Perfecto...tan perfecto que hasta duele.
ResponderBorrarMe encantó ¡¡ con que claridad nos mostras la gran manzana ¡¡
ResponderBorrarNo seria mi lugar para vivir , pero sin dudas espero conocerlo algun día. besos