Erase una vez el Sol. Y también érase la Luna. Y de lejos se miraban, se seducían, se enamoraban. Era una especie de amor platónico que se sucedía entre árboles, aves, mares calmos y otros embravecidos. Ellos marcaban el comienzo y el fin del día, esa era su misión. Para eso habían sido creados y puestos en nuestro Universo, con el fin de marcar ciclos, dar frío, calor, controlar mareas, dar luz y oscuridad. Ser parte de la dualidad durante las 24 horas que tiene el día tal como lo conocemos hoy.
Eran buenos trabajadores, lo sabían hacer todo muy bien. Eso hacía que se sintieran superpoderosos en muchos sentidos pero, así y todo, por más poderes que tuvieran, había algo que no lograban llevar a cabo: encontrarse, tocarse, sentirse.
El le daba luz a ella. Más acá, más allá … había días en que conversaban y parecía que estuvieran conectados por algo mágico. Y así se mostraban, ella toda iluminada, plena, feliz.
También había días que ella venía a visitarlo, a plena mañana. Se asomaba por atrás de alguna nube y lograba sorprenderlo. Esos días él brillaba más que intensamente. Quería mostrarle cómo hacía su tarea, lo fuerte que era, todo lo que era capaz de hacer. Ella lo miraba fascinada.
Otros días, esos en que todo parece estar patas para arriba, él se ofuscaba y buscaba refugio en alguna nube. Hasta llegó a amenazarla con ir a ver a las lunas de Saturno. Ella, ni corta ni perezosa, tomaba la decisión de no vestir el cielo y así, sin más, esa noche no se aparecía.
Así transcurrían los días del Sol y la Luna, queriéndose amar pero no pudiendo hacerlo más que a la distancia.
Hasta que un día, algo extraño ocurrió. Era de día. El Sol brillaba en todo su esplendor. La noche anterior habían discutido pues él, que ya tanto la conocía, se dio cuenta que la Luna callaba algo, que seguro lo tenía bien guardado en su lado oculto. Ella se negó. El no le creyó. Entonces él se retiró temprano, dejando una noche oscura, sin luz.
Pero esa mañana, de repente la Luna apareció. Y esta vez, no estaba del otro lado, sino que se le acercó al Sol. El, sorprendido, la miró. Ella avanzó lentamente, hasta estar encima del Sol. El la recibió con sus rayos abiertos y, aunque la quemó y cráteres le dejó, ambos sintieron por primera vez lo que era un eclipse de amor.
De las quemaduras, cayeron cenizas que la Tierra tocó y, con un poco de agua y la buena voluntad de Dios, dos seres creó. Uno fue hembra y el otro macho. Adán y Eva los llamó.
Y desde entonces, cuenta la leyenda que al hombre y la mujer no los creó Dios, sino la Luna y el Sol que en un encuentro fortuito un día los formó.
A veces, vuelven a verse y, cuando sucede, todo en la Tierra se altera. Es que todos traemos en nuestra memoria el momento de la creación y volvemos a nuestros orígenes cada vez que ocurre dicha fusión.
Eran buenos trabajadores, lo sabían hacer todo muy bien. Eso hacía que se sintieran superpoderosos en muchos sentidos pero, así y todo, por más poderes que tuvieran, había algo que no lograban llevar a cabo: encontrarse, tocarse, sentirse.
El le daba luz a ella. Más acá, más allá … había días en que conversaban y parecía que estuvieran conectados por algo mágico. Y así se mostraban, ella toda iluminada, plena, feliz.
También había días que ella venía a visitarlo, a plena mañana. Se asomaba por atrás de alguna nube y lograba sorprenderlo. Esos días él brillaba más que intensamente. Quería mostrarle cómo hacía su tarea, lo fuerte que era, todo lo que era capaz de hacer. Ella lo miraba fascinada.
Otros días, esos en que todo parece estar patas para arriba, él se ofuscaba y buscaba refugio en alguna nube. Hasta llegó a amenazarla con ir a ver a las lunas de Saturno. Ella, ni corta ni perezosa, tomaba la decisión de no vestir el cielo y así, sin más, esa noche no se aparecía.
Así transcurrían los días del Sol y la Luna, queriéndose amar pero no pudiendo hacerlo más que a la distancia.
Hasta que un día, algo extraño ocurrió. Era de día. El Sol brillaba en todo su esplendor. La noche anterior habían discutido pues él, que ya tanto la conocía, se dio cuenta que la Luna callaba algo, que seguro lo tenía bien guardado en su lado oculto. Ella se negó. El no le creyó. Entonces él se retiró temprano, dejando una noche oscura, sin luz.
Pero esa mañana, de repente la Luna apareció. Y esta vez, no estaba del otro lado, sino que se le acercó al Sol. El, sorprendido, la miró. Ella avanzó lentamente, hasta estar encima del Sol. El la recibió con sus rayos abiertos y, aunque la quemó y cráteres le dejó, ambos sintieron por primera vez lo que era un eclipse de amor.
De las quemaduras, cayeron cenizas que la Tierra tocó y, con un poco de agua y la buena voluntad de Dios, dos seres creó. Uno fue hembra y el otro macho. Adán y Eva los llamó.
Y desde entonces, cuenta la leyenda que al hombre y la mujer no los creó Dios, sino la Luna y el Sol que en un encuentro fortuito un día los formó.
A veces, vuelven a verse y, cuando sucede, todo en la Tierra se altera. Es que todos traemos en nuestra memoria el momento de la creación y volvemos a nuestros orígenes cada vez que ocurre dicha fusión.
Una buena historia de amor, como en las películas Antes del amanecer/atardecer. Los amores que se repiten en la rutina fracasan. Los que inventa formas diferentes trasciende.
ResponderBorrarO quién sabe...