
Ir al supermercado con niños es todo un desafío. Es trabajar la paciencia, la tolerancia y el autocontrol. Ninguno de mis dos hijos pueden estar en un super sin pedir algo a cambio (léase caramelos, un juguete, un libro o cualquier objeto que capte su atención y que ellos consideren valga la pena ante la tortuosa ida al supermercado). Sumado a esto, cuando son más de uno, además las madres o padres debemos lidiar con las peleas de quién lleva el carro. ¡Toda una aventura!
Ese día, no sólo tenía que soportarlos a ambos, sino que había decidido más que nunca aplicar los objetivos del desafío, por lo tanto, hacía oídos sordos ante cualquier pedido desesperado. Ya quedaba poco para irnos e hicimos nuestra última parada en la rotisería. Después de haber tolerado el estrés del “paseo”, había decidido no cocinar. Me lo tenía merecido.
Esperé paciente que llamaran al número que tenía en mis manos. Por suerte, sólo dos personas estaban antes que yo.
Llegado mi turno, la chica de la rotisería me sonrió y de inmediato miró a mis hijos, que no dejaban de discutir sobre quién jugaría primero al playstation al llegar a casa. Volvió a mirarme, le sonreí de forma despreocupada, como si los infantes no existieran, y pedí las empanadas que iba a llevar. Antes que me las envolviera le solicité que me las calentara. Los llevaría comiendo en el auto así al llegar a casa sería un problema menos. Ya no tenía ganas de soportarlos por muchas horas más.
La chica colocó las empanadas en el microondas y me dijo que en unos instantes estarían prontas, mientras llamaba al próximo número para atender.
A mi izquierda, un hombre de unos setenta y algo de años les comenzó a hablar a mis hijos. No sé muy bien qué les decía, pero ambos le prestaron la atención suficiente como para no hablar durante unos minutos. El hombré me miró y sonrió. Le devolví la sonrisa.
Mientras tanto, la mujer que estaba a mi derecha solicitaba una tarta de jamón y queso y preguntaba si había milanesas de pescado.
El hombre se dirigió hacia la chica de la rotisería, tratando de averiguar si sus milanesas estaban prontas. La chica le respondió que ya se las iba a entregar.
El viejo volvió a mirarme y yo a él y esta vez fue a mi a la que se dirigió:
- ¿Sabe por qué la miro tanto?
Debo decir que me sorprendió la pregunta. Tanto a mi como a mis hijos que quedaron callados, esperando que respondiera.
- La verdad que no - le dije un poco a la defensiva, esperando me llamara la atención por algo que era evidente no estaba cumpliendo bien en mi rol de madre.
Miró hacia el frente y estiró su mano para tomar el paquete que la chica de la rotisería le alcanzaba. De inmediato volvió a mirarme y dijo :
- Porque si hubiera nacido en París 60 años atrás, Brigitte Bardot no le hubiera llegado ni a los talones con esos ojos que tiene. La verdad, la felicito.
Tal fue mi sorpresa que lo único que atiné a decir - un poco sonrojada, lo confieso - fue un "muchas gracias", mientras el hombre me daba la espalda y se alejaba.
Por su parte, mis hijos, al ver que lo que el hombre dijo no hacía referencia a ellos, comenzaron de nuevo a discutir por algo que sinceramente ya me importaba bastante menos que antes. Pero tanto la chica de la rotisería como la señora que pedía la tarta de jamón y queso estaban muy sonrientes y ambas, a pesar que se notaba cierta envidia en su tono de voz, igualmente concordaron en que era un piropo excepcional el que el hombre me había dicho. Yo no paraba de sonreír.
La chica de la rotisería me alcanzó las empanadas, la otra se llevó su tarta y yo me dirigí a la caja, mientras mis hijos ya habían empezado a preguntarme si podía comprarles un chicle o un bombón.
Al llegar al auto, se me ocurrió pensar que ya nadie recordaría el piropo. Tal vez ni el mismo viejo. Sin embargo, a pesar de cumplir con mi rol de madre y esposa el resto de la jornada, no fue hasta la mañana siguiente que logré volver de París.
Ese día, no sólo tenía que soportarlos a ambos, sino que había decidido más que nunca aplicar los objetivos del desafío, por lo tanto, hacía oídos sordos ante cualquier pedido desesperado. Ya quedaba poco para irnos e hicimos nuestra última parada en la rotisería. Después de haber tolerado el estrés del “paseo”, había decidido no cocinar. Me lo tenía merecido.
Esperé paciente que llamaran al número que tenía en mis manos. Por suerte, sólo dos personas estaban antes que yo.
Llegado mi turno, la chica de la rotisería me sonrió y de inmediato miró a mis hijos, que no dejaban de discutir sobre quién jugaría primero al playstation al llegar a casa. Volvió a mirarme, le sonreí de forma despreocupada, como si los infantes no existieran, y pedí las empanadas que iba a llevar. Antes que me las envolviera le solicité que me las calentara. Los llevaría comiendo en el auto así al llegar a casa sería un problema menos. Ya no tenía ganas de soportarlos por muchas horas más.
La chica colocó las empanadas en el microondas y me dijo que en unos instantes estarían prontas, mientras llamaba al próximo número para atender.
A mi izquierda, un hombre de unos setenta y algo de años les comenzó a hablar a mis hijos. No sé muy bien qué les decía, pero ambos le prestaron la atención suficiente como para no hablar durante unos minutos. El hombré me miró y sonrió. Le devolví la sonrisa.
Mientras tanto, la mujer que estaba a mi derecha solicitaba una tarta de jamón y queso y preguntaba si había milanesas de pescado.
El hombre se dirigió hacia la chica de la rotisería, tratando de averiguar si sus milanesas estaban prontas. La chica le respondió que ya se las iba a entregar.
El viejo volvió a mirarme y yo a él y esta vez fue a mi a la que se dirigió:
- ¿Sabe por qué la miro tanto?
Debo decir que me sorprendió la pregunta. Tanto a mi como a mis hijos que quedaron callados, esperando que respondiera.
- La verdad que no - le dije un poco a la defensiva, esperando me llamara la atención por algo que era evidente no estaba cumpliendo bien en mi rol de madre.
Miró hacia el frente y estiró su mano para tomar el paquete que la chica de la rotisería le alcanzaba. De inmediato volvió a mirarme y dijo :
- Porque si hubiera nacido en París 60 años atrás, Brigitte Bardot no le hubiera llegado ni a los talones con esos ojos que tiene. La verdad, la felicito.
Tal fue mi sorpresa que lo único que atiné a decir - un poco sonrojada, lo confieso - fue un "muchas gracias", mientras el hombre me daba la espalda y se alejaba.
Por su parte, mis hijos, al ver que lo que el hombre dijo no hacía referencia a ellos, comenzaron de nuevo a discutir por algo que sinceramente ya me importaba bastante menos que antes. Pero tanto la chica de la rotisería como la señora que pedía la tarta de jamón y queso estaban muy sonrientes y ambas, a pesar que se notaba cierta envidia en su tono de voz, igualmente concordaron en que era un piropo excepcional el que el hombre me había dicho. Yo no paraba de sonreír.
La chica de la rotisería me alcanzó las empanadas, la otra se llevó su tarta y yo me dirigí a la caja, mientras mis hijos ya habían empezado a preguntarme si podía comprarles un chicle o un bombón.
Al llegar al auto, se me ocurrió pensar que ya nadie recordaría el piropo. Tal vez ni el mismo viejo. Sin embargo, a pesar de cumplir con mi rol de madre y esposa el resto de la jornada, no fue hasta la mañana siguiente que logré volver de París.