Es semana de vacaciones de primavera y, si bien los niños de casa están felices de que hayan llegado, no es fácil complacerlos en estos días.
Aún el tiempo está frío como para que jueguen tanto rato afuera. Es cierto que el sol ya empieza a calentar un poco más que hace apenas unas semanas atrás, lo cual permite que se salgan y se oxigenen un poco, más que nada en horas del mediodía; pero después no sólo se aburren de andar en sus bicicletas y patinetas sino que ya es hora de ponerse una camperita o entrar. Generalmente terminan optando por lo segundo.
Uno a la computadora. Otro al playstation. La tecnología ayuda, no hay dudas, pero como madre me entra la culpa de ver a esos niños alienados con los aparatos. Claro, qué ejemplo puedo darles cuando yo hago lo mismo, ¿no?. Mala madre, mala madre, mala madre, me castigo. Se terminó. Hoy decidí que el día fuera diferente. Bueno, al menos la noche.
Aprovechando que mi marido no volvería hasta tarde, empezamos la fiesta. Primero fuimos a comprar unos pegotines nuevos para las bicicletas. Aunque parezca algo muy banal, tiene su explicación para que resulte atractivo.
Salimos de casa y enfilaron para el auto. “No niños, hoy vamos caminando”. Increíble aventura traspasar las rejas que amurallan nuestro hogar y caminar una cuadra por el barrio. Iban contentos, felices, ¡libres!. Llegamos a la bicicletería y tuvieron durante 5 minutos al pobre hombre que paró su trabajo de reparación de pinchaduras para atender a mis lindos solcitos. Miraron los stickers, eligieron, se arrepintieron y volvieron a elegir. Pagaron (cada uno llevaba su propio dinero) y volvimos a casa por el mismo camino que habíamos trazado a la ida.
Apenas entraron corrieron hacia sus bicis a pegarles sus nuevas adquisiciones y después a andar en ellas. Seguro que rodaban mejor con los nuevos calcos. ¡Habían quedado super!
Luego de jugar un rato, volvimos a salir. Esta vez a la peluquería a hacer los cortes típicos de vacaciones para que el lunes vuelvan prolijos a la escuela.
Ya cansada de las dos míseras cuadras que caminamos, decidí que iríamos en el auto. Caminar 10 cuadras más (en total, de ida y vuelta), no estaba en mis planes del día.
Por suerte cuando llegamos no había nadie, así que en menos de media hora ya estábamos rumbo a casa y de pelos cortos. Quedaron preciosos y, lo que es muchísimo mejor, conformes.
Ya casi era hora de cenar, por lo tanto pedimos empanadas que demoraron apenas una media hora en traer. Mientras tanto, cada uno volvió a sus aparatos electrónicos.
Lo bueno es que mantenemos ciertas tradiciones. Es por eso que una vez que la cena llegó, nos sentamos los tres a comer y a compartir una linda charla donde el humor como siempre fue abundante, gracias al menor de la familia.
La cena transcurrió sin discusiones y con una motivación, lo cual hizo que los platos se vaciaran más rápido que lo normal: se venía la búsqueda del tesoro.
Dibujé un mapa de la casa y marqué ciertos puntos en dorado, identificados con distintos símbolos. En cada punto había una pista que los llevaba a la siguiente, no sin antes cumplir una prenda para poder acceder. Las mismas consistían en lavarse los dientes, levantar los platos de la mesa, ponerse el pijama, razonamientos lógicos y bailar. Si lograban pasarlas, debían avanzar hasta la siguiente de un modo especial (en un pie, en cuatro patas, cangrejo, una mano en la cabeza y la otra en la cola del compañero, etc), hasta llegar a la última que los llevaría al GRAN TESORO, dos Super Push Pop (chupetines triples, hablando en español).
Se divirtieron enormemente, haciendo lo que hacen todos los días pero con un desafío por cumplir, además de bailar al ritmo de Daddy Yankee y su “Llamado de emergencia” o de jugar al cine mudo para conseguir su siguiente pista.
Ya con los super chupetines en su poder, me invitaron a ver una película: Open Season. Nos acurrucamos los tres en la cama grande, apagamos las luces y nos pusimos a mirar al oso y al alce de un solo cuerno hacer sus locuras por el bosque.
Al terminar, cada uno se fue a su cuarto, los arropé y nos dimos el beso y abrazo de buenas noches.
Hoy se fueron a dormir sin pelear, sin rezongar, sin gritar. Hoy se durmieron plenos de felicidad.
Y todo porque logramos salir un rato de la tecnología y disfrutar de mimos, juegos y diversión.
Ojalá volvamos a repetirla. Con vacaciones o sin ellas. Seguro que ellos lo recuerdan. Generalmente somos los adultos que nos olvidamos pronto de todo esto.
Aún el tiempo está frío como para que jueguen tanto rato afuera. Es cierto que el sol ya empieza a calentar un poco más que hace apenas unas semanas atrás, lo cual permite que se salgan y se oxigenen un poco, más que nada en horas del mediodía; pero después no sólo se aburren de andar en sus bicicletas y patinetas sino que ya es hora de ponerse una camperita o entrar. Generalmente terminan optando por lo segundo.
Uno a la computadora. Otro al playstation. La tecnología ayuda, no hay dudas, pero como madre me entra la culpa de ver a esos niños alienados con los aparatos. Claro, qué ejemplo puedo darles cuando yo hago lo mismo, ¿no?. Mala madre, mala madre, mala madre, me castigo. Se terminó. Hoy decidí que el día fuera diferente. Bueno, al menos la noche.
Aprovechando que mi marido no volvería hasta tarde, empezamos la fiesta. Primero fuimos a comprar unos pegotines nuevos para las bicicletas. Aunque parezca algo muy banal, tiene su explicación para que resulte atractivo.
Salimos de casa y enfilaron para el auto. “No niños, hoy vamos caminando”. Increíble aventura traspasar las rejas que amurallan nuestro hogar y caminar una cuadra por el barrio. Iban contentos, felices, ¡libres!. Llegamos a la bicicletería y tuvieron durante 5 minutos al pobre hombre que paró su trabajo de reparación de pinchaduras para atender a mis lindos solcitos. Miraron los stickers, eligieron, se arrepintieron y volvieron a elegir. Pagaron (cada uno llevaba su propio dinero) y volvimos a casa por el mismo camino que habíamos trazado a la ida.
Apenas entraron corrieron hacia sus bicis a pegarles sus nuevas adquisiciones y después a andar en ellas. Seguro que rodaban mejor con los nuevos calcos. ¡Habían quedado super!
Luego de jugar un rato, volvimos a salir. Esta vez a la peluquería a hacer los cortes típicos de vacaciones para que el lunes vuelvan prolijos a la escuela.
Ya cansada de las dos míseras cuadras que caminamos, decidí que iríamos en el auto. Caminar 10 cuadras más (en total, de ida y vuelta), no estaba en mis planes del día.
Por suerte cuando llegamos no había nadie, así que en menos de media hora ya estábamos rumbo a casa y de pelos cortos. Quedaron preciosos y, lo que es muchísimo mejor, conformes.
Ya casi era hora de cenar, por lo tanto pedimos empanadas que demoraron apenas una media hora en traer. Mientras tanto, cada uno volvió a sus aparatos electrónicos.
Lo bueno es que mantenemos ciertas tradiciones. Es por eso que una vez que la cena llegó, nos sentamos los tres a comer y a compartir una linda charla donde el humor como siempre fue abundante, gracias al menor de la familia.
La cena transcurrió sin discusiones y con una motivación, lo cual hizo que los platos se vaciaran más rápido que lo normal: se venía la búsqueda del tesoro.
Dibujé un mapa de la casa y marqué ciertos puntos en dorado, identificados con distintos símbolos. En cada punto había una pista que los llevaba a la siguiente, no sin antes cumplir una prenda para poder acceder. Las mismas consistían en lavarse los dientes, levantar los platos de la mesa, ponerse el pijama, razonamientos lógicos y bailar. Si lograban pasarlas, debían avanzar hasta la siguiente de un modo especial (en un pie, en cuatro patas, cangrejo, una mano en la cabeza y la otra en la cola del compañero, etc), hasta llegar a la última que los llevaría al GRAN TESORO, dos Super Push Pop (chupetines triples, hablando en español).
Se divirtieron enormemente, haciendo lo que hacen todos los días pero con un desafío por cumplir, además de bailar al ritmo de Daddy Yankee y su “Llamado de emergencia” o de jugar al cine mudo para conseguir su siguiente pista.
Ya con los super chupetines en su poder, me invitaron a ver una película: Open Season. Nos acurrucamos los tres en la cama grande, apagamos las luces y nos pusimos a mirar al oso y al alce de un solo cuerno hacer sus locuras por el bosque.
Al terminar, cada uno se fue a su cuarto, los arropé y nos dimos el beso y abrazo de buenas noches.
Hoy se fueron a dormir sin pelear, sin rezongar, sin gritar. Hoy se durmieron plenos de felicidad.
Y todo porque logramos salir un rato de la tecnología y disfrutar de mimos, juegos y diversión.
Ojalá volvamos a repetirla. Con vacaciones o sin ellas. Seguro que ellos lo recuerdan. Generalmente somos los adultos que nos olvidamos pronto de todo esto.
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