Era un día como cualquier otro en la vida de Analía. Esa mañana despertó con el mismo sonido de su despertador como todos los días, demóró unos minutos en abrir los ojos mientras hundía un poco más su cabeza en la almohada aún rememorando el último sueño sin sentido que había soñado.
Con pereza y los ojos apenas si abiertos ya, puso un pie fuera de la cama y después el otro. Estaba frío. No el piso, que lo cubría una mullida alfombra de lana gris, sino el día. Fue derecho al baño, abrió la ducha, se quitó el pijama y se dio un rápido baño, de esos que despejan la modorra mañanera.
Ya un poco más despabilada fue a su vestidor y, sin pensar demasiado, se puso lo primero que encontró y combinara, porque a pesar de la hora tampoco era cuestión de salir a la calle hecha un mamarracho.
Ya con su traje negro y las botas en los pies, se preparó un café que aseguraría finalmente su despertar. Mientras tanto, chequeó el correo y leyó los titulares de esa mañana, que no traían ninguna noticia ni tan alentadora ni tan trágica.
Lavó sus dientes, puso un poco de maquillaje en su rostro, unas gotas de perfume en su cuello, cerró la puerta con tres cerraduras y subió a su auto que la conduciría al centro de la ciudad, donde la oficina ya esperaba su llegada.
A las 8 estaba allí, tomando otro café y encendiendo su PC.
El día transcurrió como cualquier otro, sin grandes sorpresas ni para un lado ni para el otro.
Al mediodía se juntó a comer con sus compañeras de trabajo, conversaron sobre sus hijos, maridos, ex maridos, amantes. Rieron un poco y la jornada continuó como siempre, sin altos, sin bajos.
Ya sobre las 5 de la tarde, Analía daba por finalizada la labor del día. Apagó su PC, ordenó su escritorio, se despidió con un "hasta mañana" y otra vez se dirigió a su vehículo, cansada de escuchar clientes quejosos y jefes impertinentes.
Manejó hacia su casa y mientras estacionaba su vehículo frente a la misma algo sucedió. Algo extraño, fuera de lo común. Algo que la dejó paralizada y sin saber muy bien cómo actuar, pues en ese preciso instante su rutina de cada día se modificó. En vez de pensar en qué iba a cenar, como todos los días, Analía pensó en su soledad. Pensó que llegaba a su casa y que ni un perro la esperaba. Pensó en que el sonido que la recibiría no sería el de un niño feliz diciendo "mamá!!" ni la voz de un esposo diciéndole "cómo te fue, amor?". Pensó en su día triste, sola, aburrido. En la película de turno que estaría en el cable esa noche. En las amigas que estaban ocupadas y no podían atenderla en ese momento. En su madre que ya no estaba. En la tristeza de una vida opacada por su guardarropas y bijou.
Pensó en quién era. En qué tenía. Hacia dónde iba. Pensó en los sueños que se le habían destruído. Pensó en el amor de su vida que una vez la dejó. En la carrera universitaria que abandonó. En el aborto que hacía 6 años se practicó. En los cuentos que nunca escribió. En la falta de voluntad para los deportes que nunca jugó.
Pensó en los libros que dormían en su biblioteca y que nunca leyó. En los besos que nunca dio. En los abrazos que rechazó. En los suspiros que contuvo y en los llantos que no lloró.
Esa tarde, al volver a su casa, se asustó. No sabía exactamente qué hacer. Ni qué decir. Ni qué decirse. Todo era demasiado extraño. Su calle, su gente, su trabajo. Ella misma.
Pasaron una, dos, cuatro horas. Analía seguía sentada en su auto, frente a su casa, con la mente en otro lugar, aunque tampoco estaba segura que ese fuera el lugar equivocado.
El frío la hacía temblar. O quizás el temor, no había forma de distinguir cuál de las dos cosas le provocaba escalofríos en ese momento.
Sólo quedaba una opción. Su vida acababa de perder todo sentido. No podía abrir la puerta de su casa como si nada hubiera sucedido. No podía siquiera abandonar su auto sin que nada hubiera sucedido.
Finalmente, se durmió.
Sobre las 4 de la mañana, despertó. Tomó las llaves de su portafolio y entró a su hogar. Lo encontró diferente. Ya nada de lo que allí estaba le pertenecía.
Fue derecho a su dormitorio y llenó un bolso con ropa para unos días. Lo primero que encontró, esta vez, sin importar el color. Se dio un baño, se vistió con ropa cómoda, llenó su cartera con documentos y billetes que guardaba para comprar vaya uno a saber qué y, sin dar una última mirada hacia atrás, se marchó.
El destino la llevaría donde este quisiera. Por lo pronto, al llegar al aeropuerto, tomó el primer vuelo que encontró. Ya no serían días como cualquier otro. A partir de esa mañana, ya nunca más fue Analía la que despertó.
Me gusta. Porque ese sentimiento de extrañamiento nos sucede en algún momento de nuestras vidas. Murakami lo describe bellamente en muchos de sus libros, vos también, vos también.
ResponderBorrarY beso, querida.
Ese día justamente Analía DESPERTO...finalmente tomó la vida y "dejó de dejarse" arrastrar!
ResponderBorrarBien por Analía y por todos los que algún día despiertan.
Muy lindo y "lindo" aunque pareza triste a priori.
Besos muchos y despiertos ;)
Despertarse ... que valentia la de Analia !!
ResponderBorrarbesos ami
tqm
Ay Curi, ese cumplido me queda enooooorme. Gracias!
ResponderBorrarAnita, ya sé que tus besos son bien despiertos. Y me encanta que así sea :) Te quiero!
Uhhh, me siento una Analía, que raro leer ese cuento ahora , a las 4 de la madrugada, sola en el monoambiente alquilado por un par de meses, que no es un hogar, sin perro, sin amor, sin trabajo, sintiendo exactamente esa soledad, exactamente esa enorme soledad, quien sabe tengo que hacer el bolso y tomarme un avión!!! Qué bien describiste esto, soy prueba viviente de lo bien que lo describiste!!!! jeje.Congratulations
ResponderBorrarAaah, Lore, a veces tomarse un avión está mucho más cerca de ir a un aeropuerto. Sólo es cuestión de ver los aviones que pasan delante nuestro y subirnos a cualquiera de ellos :)
ResponderBorrarBesos aventureros!