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miércoles, 31 de marzo de 2010

PIROPEADA


Ir al supermercado con niños es todo un desafío. Es trabajar la paciencia, la tolerancia y el autocontrol. Ninguno de mis dos hijos pueden estar en un super sin pedir algo a cambio (léase caramelos, un juguete, un libro o cualquier objeto que capte su atención y que ellos consideren valga la pena ante la tortuosa ida al supermercado). Sumado a esto, cuando son más de uno, además las madres o padres debemos lidiar con las peleas de quién lleva el carro. ¡Toda una aventura!
Ese día, no sólo tenía que soportarlos a ambos, sino que había decidido más que nunca aplicar los objetivos del desafío, por lo tanto, hacía oídos sordos ante cualquier pedido desesperado. Ya quedaba poco para irnos e hicimos nuestra última parada en la rotisería. Después de haber tolerado el estrés del “paseo”, había decidido no cocinar. Me lo tenía merecido.
Esperé paciente que llamaran al número que tenía en mis manos. Por suerte, sólo dos personas estaban antes que yo.
Llegado mi turno, la chica de la rotisería me sonrió y de inmediato miró a mis hijos, que no dejaban de discutir sobre quién jugaría primero al playstation al llegar a casa. Volvió a mirarme, le sonreí de forma despreocupada, como si los infantes no existieran, y pedí las empanadas que iba a llevar. Antes que me las envolviera le solicité que me las calentara. Los llevaría comiendo en el auto así al llegar a casa sería un problema menos. Ya no tenía ganas de soportarlos por muchas horas más.
La chica colocó las empanadas en el microondas y me dijo que en unos instantes estarían prontas, mientras llamaba al próximo número para atender.
A mi izquierda, un hombre de unos setenta y algo de años les comenzó a hablar a mis hijos. No sé muy bien qué les decía, pero ambos le prestaron la atención suficiente como para no hablar durante unos minutos. El hombré me miró y sonrió. Le devolví la sonrisa.
Mientras tanto, la mujer que estaba a mi derecha solicitaba una tarta de jamón y queso y preguntaba si había milanesas de pescado.
El hombre se dirigió hacia la chica de la rotisería, tratando de averiguar si sus milanesas estaban prontas. La chica le respondió que ya se las iba a entregar.
El viejo volvió a mirarme y yo a él y esta vez fue a mi a la que se dirigió:
- ¿Sabe por qué la miro tanto?
Debo decir que me sorprendió la pregunta. Tanto a mi como a mis hijos que quedaron callados, esperando que respondiera.
- La verdad que no - le dije un poco a la defensiva, esperando me llamara la atención por algo que era evidente no estaba cumpliendo bien en mi rol de madre.
Miró hacia el frente y estiró su mano para tomar el paquete que la chica de la rotisería le alcanzaba. De inmediato volvió a mirarme y dijo :
- Porque si hubiera nacido en París 60 años atrás, Brigitte Bardot no le hubiera llegado ni a los talones con esos ojos que tiene. La verdad, la felicito.
Tal fue mi sorpresa que lo único que atiné a decir - un poco sonrojada, lo confieso - fue un "muchas gracias", mientras el hombre me daba la espalda y se alejaba.
Por su parte, mis hijos, al ver que lo que el hombre dijo no hacía referencia a ellos, comenzaron de nuevo a discutir por algo que sinceramente ya me importaba bastante menos que antes. Pero tanto la chica de la rotisería como la señora que pedía la tarta de jamón y queso estaban muy sonrientes y ambas, a pesar que se notaba cierta envidia en su tono de voz, igualmente concordaron en que era un piropo excepcional el que el hombre me había dicho. Yo no paraba de sonreír.
La chica de la rotisería me alcanzó las empanadas, la otra se llevó su tarta y yo me dirigí a la caja, mientras mis hijos ya habían empezado a preguntarme si podía comprarles un chicle o un bombón.
Al llegar al auto, se me ocurrió pensar que ya nadie recordaría el piropo. Tal vez ni el mismo viejo. Sin embargo, a pesar de cumplir con mi rol de madre y esposa el resto de la jornada, no fue hasta la mañana siguiente que logré volver de París.

domingo, 28 de marzo de 2010

LA MEJOR VERSION


Ojalá ser feliz sólo dependiera de una simple ecuación, como sumar 2+2 y que siempre nos diera 4. O que se hubiera inventado lo que tanta gente ansía, la pastillita mágica que nos da la felicidad.

Pero no, no hay pastillas en farmacias. Ni siquiera en el mercado negro se puede conseguir. A nadie aún se le ha ocurrido tal invento. Tampoco es algo tan simple como sumar 2+2, porque somos tan complejos que siempre vamos por el absurdo y termina dándonos 5 en este caso.

Por ahí tenemos destellos de felicidad. Momentos en nuestra vida en los que nos sentimos tan pero tan bien que hasta nos parece que el corazón tiene pintada una sonrisa. Pero aunque intentemos preservar el momento, no hay caso, comienza a pasar el tiempo y esa felicidad se acaba, para dejarnos sólo con el recuerdo de que una vez fuimos felices.

También podemos tener una vida medianamente feliz. O sea, no es que seamos infelices ni mucho menos, pero para mi va más con el conformarnos con lo que tenemos, y no me refiero a un conformismo resignado, sino a un conformismo aceptado. Quiero decir que nos propusimos metas, las soñamos, fuimos super felices cuando las logramos y hoy vivimos con esos sueños materializados los cuales, al haber contenido felicidad al cumplirlos, nos permiten vivir en un estado de completa armonía.

Pero la felicidad, esa felicidad enorme que sentimos en determinados momentos de la vida, se termina diluyendo siempre.

En estos días pasados escuché algo que me dejó pensando. La primer frase, que acusaba el “sé feliz a como dé lugar” no me convenció del todo, o mejor dicho, pensé: “otra vez con el cantito de sé feliz. ¡Como si fuera tan fácil!”, pero después venía “y si puedes sentir amor (que es más divino que la felicidad), mejor”, y en ese momento lo entendí.

Todo el tiempo fuimos tras la felicidad, buscando la pastillita, la ecuación perfecta, y estaba tan cerca que no lo veíamos. El amor ES felicidad. Y cuando digo “amor” no me refiero a encontrar a la pareja perfecta que nos complete. Nosotros YA somos completos. Somos nosotros los que debemos amar, no esperar que nos amen. Somos nosotros los que tenemos y debemos sentir ese amor, en cada acto que llevemos adelante. Amor hacia nuestros pares, hacia la naturaleza, hacia las acciones que emprendemos, hacia el mundo todo.

Tampoco es tarea fácil, pero sí creo que lo es mucho más que ir tras algo que en realidad no existe como tal, sino que está contenida dentro del amor.

Entonces, me descubrí encontrando la fórmula de la felicidad, finalmente. Y pensé en todos esos momentos en los que me sentí completamente feliz y percibí que estaba llena de amor. Me di cuenta que soy feliz cuando hago lo que me gusta, lo que mi corazón realmente siente, cuando logro mis sueños, cuando me entrego por completo a los demás, pero de corazón. Y así en muchas otras acciones que emprendo a diario.

Por lo cual, dejemos de ir tras la zanahoria, no busquemos más la felicidad, sino el amor. Llenemos nuestra vida de amor, del más puro amor, del que nos regocija el alma, porque intrínseco encontraremos la felicidad. Hagamos lo que nos gusta, lo que nos hace bien. Abandonemos aquello que nos hace daño, porque de esta forma nunca lograremos nuestro cometido.

Yo sé que es más fácil decirlo que hacerlo, pero no debemos abandonarnos nunca en el intento.
La frase terminaba con "deja de hacer y de ser lo que no es la mejor versión de ti", por lo cual concluyo que sólo siendo la mejor versión de uno mismo podemos amar y, por lo tanto, finalmente encontrar la tan ansiada felicidad.

miércoles, 10 de marzo de 2010

DESEO


Su mirada era de deseo. Cualquiera podría haberlo notado, pero tal vez por estar sentado frente a ella hacía que en ese preciso instante la observara con tanto detenimiento.

Fue entonces cuando su lengua recorrió tímidamente sus labios, empapándolos y dejándolos con un brillo sexy y peculiar.

Sus ojos se detuvieron en mi entrepierna. El roce fue casi imperceptible cuando un instante después sus dedos tocaron mi muslo izquierdo y comenzaron a deslizarse con delicadeza pero firmeza sobre lo que muchas veces ha sabido tener entre sus manos.

Duro. Así fue con lo que se encontró. Por mi parte, no podía quitar mi vista de su rostro. Me encantaba observarla, en toda su magnitud.

Se afianzó con cierta desesperación, pero siempre siendo cuidadosa. Sus ganas locas hicieron que pronto se lo llevara a su boca, dejando que su saliva se entreverara con el fluido que nada tardó en emanar de allí, llenándola completamente, como una fuente de placer para saciar sus ansias.

Volcó su cabeza hacia atrás y sus ojos se entrecerraron. Tras detener su respiración durante unos segundos, separó sus labios y dejó salir un pequeño gemido de satisfacción.

Mientras tanto, yo seguía mirándola, sonriendo.

Reposó un instante y creo haber escuchado de sus labios un “mmh, qué rico”.

Volvió a deslizar su mano por mi entrepierna con la misma delicadeza y firmeza del principio, esta vez para dejar allí el envase de Coca-Cola que había saciado su sed.

ES HORA DE DESCANSAR, MI VIEJA (PERO NO QUERIDA)


No estoy enojada contigo. Ya no lo estoy.Porque estar enojada significaría no haber aprendido nada de todo esto y, sin embargo, siento que soy una persona muchísimo más sabia después de tu visita.

Tampoco te lo voy a agradecer, porque si tuviera que elegir, preferiría seguir en mi ignorancia. O, al menos, hubiera preferido que me llevara más tiempo.No estoy enojada ni encantada. Sólo estoy.

No te ignoro, es verdad. A veces lográs asustarme. Pero sólo a veces, porque aprendí a no temerte. Sólo me sucede cuando me agarrás desprevenida y, así y todo, también a veces lo supero fácilmente.

Por suerte (o por esa sabiduría que me dejaste), es que entiendo que no sos mala, aunque todos te odien y piensen que sí. Vos sólo cumplís con tu labor. Te mandan y hacés. Claro que como en todos lados el empleado que pone la cara se lleva las puteadas, no el dueño o el director, no? Trabajito complicado te tocó. Y ni que hablar cuando te mandan a cada rato.

No, yo no estoy enojada contigo. Es verdad que no puedo amarte, pero tampoco sé odiarte.Te acepto cuando llegás. A veces a regañadientes, pero te acepto. Sé que por algo más importante que por el simple hecho de venir, es que venís.

Ya no te tengo más miedo. No creo que nunca lleguemos a ser amigas, pero tampoco serás el fantasma que me acecha. No quiero verte pronto. No me interesa. Es más, hacete un viaje. A veces está bueno disfrutar de uno mismo. Armá las valijas. Sacá el pasaje. Viajá en primera. Disfrutá del vuelo. Descansá. Y si querés, no vuelvas. No hace falta. Ya bastante habrás cobrado con los días que tocaron al mundo.

Buen viaje, Muerte! Esta vez te toca viajar a vos.

lunes, 8 de marzo de 2010

Y APENAS POR UNA SONRISA


La creatividad surge de momentos inesperados. Quienes la expresamos a través de la escritura, podemos motivarnos con una situación personal o ajena. También podemos hacerlo con algo que vemos, escuchamos o sentimos. O, a veces, sólo con la imaginación. Tan siquiera debemos prestar atención a cualquiera de esos momentos, tomar un lápiz (laptop o PC) y escribir.
A veces surgen cosas hermosas, que luego releemos y ni siquiera tenemos claro de dónde vinieron. Otras, letras que se unen y forman palabras y luego frases que, si bien no tienen un contenido literario importante, dejan huella en alguna parte, aunque tan sólo sea en uno mismo.
Hoy fue la sonrisa, esa que muestra la foto. Una sonrisa que, para descubrirla, tuve que inclinar mi cabeza y, una vez que la vi, también yo sonreí. Y luego pensé que es fácil alegrarnos el día. Todo depende si estamos con los ojos bien abiertos para descubrir aquello que nos haga bien o no.
Luego de varios meses (muchos) de huir de mi misma, me di cuenta que “sufro” (y lo pongo así, entre comillas, porque no sé si realmente se cataloga como tal) de ansiedad. Muchas cosas me la provocan, aunque todas terminan en la obsesión por el orden (interno y externo, aunque mucho más lo primero). Si bien esto es algo que lo traigo desde niña (no me recuerdo no siendo obsesiva, realmente), con el paso del tiempo, de los años, se ha hecho aún más fuerte, al punto tal de provocarme malestar físico. Hace apenas un par de semanas que lo reconocí en mi cuando de repente un día me desperté a las 6 de la mañana y mi cabeza no paraba por el desorden que tenía (y aún tengo) con varias cosas que no vienen al caso. El asunto es que me costó mucho reconocerlo frente a otros. Reconocer el “yo no puedo”, el que no soy invencible, que lo que me sucede me afecta más de lo que yo pensaba. Y reconocer que los golpes de mi vida me han dejado ciertas secuelas que me pesan a la hora de afrontar los problemas cotidianos.
Pero lo importante es que pude reconocerlo, finalmente. Y pedir ayuda para un lado y para el otro, lo cual me costó una enormidad. Sin embargo, me di cuenta que quienes nos quieren bien siempre están dispuestos a ayudar. Que no molestamos si decimos “necesito”. Que para eso estamos en este mundo, para tender manos y dejarnos tender aquellas cuando las necesitamos. No hay crecimiento sin intercambio. No podemos aprender a caminar sin alguien que nos sostenga y nos dé seguridad.
Tal vez por eso es que vuelvo a ver cosas que hace un tiempo ya no veía y puedo de a poco reencontrarme con mi centro, con la esencia de mi ser y descubrir, en algo tan sencillo como ir a arreglar una pinchadura del neumático de mi auto, una sonrisa que tímidamente se dibujaba en el guardabarros trasero. El rayón que tiene no es más que eso para muchos. Para mí, fue un nuevo motivo para sonreír.

domingo, 7 de marzo de 2010

DESDE EL DIVAN


Sofía no tenía la menor idea de qué hacía allí. Sin embargo, sentía felicidad. Era extraño, pues nunca había estado sentada en una habitación tan grande y sola. Las cuatro paredes que la rodeaban no tenían ni ventanas ni cuadros ni nada. Estaban pintadas de un azul tenue, patinadas a pinceladas con un tono ocre. En el medio, un sillón cómodo, como una especie de diván de cuero, color negro y del techo colgando una lámpara de siete luces que, probablemente ajustadas con un dimmer, dejaban en penumbras la habitación. Detrás suyo, una puerta de madera por donde minutos antes había ingresado a la sala ahora permanecía cerrada. Por algún motivo que ella desconocía, luego de la ansiedad que le provocó llegar allí, ahora la invadía una paz interior que sólo durante su relax en las clases de yoga había logrado sentir.
Cerró sus ojos y disfrutó del silencio y del aroma a lavanda que de algún rincón provenía, aunque ella no lograba visualizar de dónde. Dejó de cuestionarse cómo, cuándo o por qué. Simplemente disfrutó de su propia compañía, de su corazón latiendo a ritmo tranquilo. Se concentró en el sonido de los latidos de su corazón. Pensó que era increíble que en ningún momento del día se detuviera a escucharlo, teniendo en cuenta que eso era lo que la mantenía viva. Escuchó y sintió cómo el aire entraba y salía de su cuerpo. Sintió su lengua descansando sobre su paladar, mientras sus labios se entreabrían y sus dientes se separaban un poco. Sintió el peso de su cuerpo, cómo se apoyaba cada parte sobre el lugar donde estaba tendida. Y así, poco a poco, comenzó a distenderse, a desestresarse, a encontrarse con su mundo interior.
Viajó al lugar de sus sueños. Sola. Sin su marido, sin sus hijos, sin amigos, sin nadie. Corrió praderas, se bañó en mares, se empapó con el sol y se refrescó con la brisa. Fue a Paris y vio la torre Eiffel. Estuvo en Venecia y se subió a una góndola. Se fue a Australia y saltó junto a un canguro. En la India, visitó el Templo Dorado y en Estados Unidos el Gran Cañon.
Y cuando estaba a punto de viajar a la luna y conocer sus cráteres de cerca, sonó el despertador, recordándole que los chicos debían ir al colegio y ella a trabajar. Como siempre. Como cada jornada, intentando encontrar en el día un rato de paz.

martes, 2 de marzo de 2010

NOCHES MAGICAS


Volví por la Rambla de Montevideo, escuchando buena música en una hermosa noche de verano, como hacía días no teníamos. En la radio sonaba una balada brasilera, de esas lindas, suaves y que llegan al corazón. Manejaba tranquila, sin prisa, disfrutando del aire que entraba por la ventanilla. Una luna enorme me acompañó todo el trayecto, reflejándose en el mar.

Acababa de vivir una noche intensa, emotiva, de esas que se me eriza la piel, el alma. Que me calan hasta lo más profundo de mi corazón y movilizan cada fibra de mi ser. Una noche donde sentí que otra vez las puertas de mi casa se abrían para recibirme, con un amor fraternal imposible de explicar. Con sonrisas y abrazos que se sienten profundamente.

Una noche donde el homenajeado no estaba físicamente entre nosotros, sin embargo, su presencia se hacía firme y constante. Alguien a quien por otras circunstancias tuve el gusto de conocer y quien controló durante 9 meses que mi hijo mayor pudiera llegar a este mundo como llegó. Alguien quien también por otros motivos (pero estoy segura que no por casualidad) hoy resulta ser tan importante en mi diario vivir.

Me encantan este tipo de noches, donde la luna se enciende, se refleja en el mar y luego juega a las escondidas entre los árboles.

Me encantan este tipo de noches donde el amor se siente en cada gesto, acción, palabra o pensamiento que nos rodea.

Me encanta reencontrarme con personas que amo profundamente.

Hace un mes fui a una conferencia donde me explicaron un concepto que me pareció tan interesante como real. Hoy, de unos labios sabios, lo volví a escuchar. En la conferencia, nos pidieron que nos reuniéramos en pequeños grupos y habláramos sobre qué es lo que buscamos en este mundo. Las palabras claves fueron: amor, felicidad, paz, entre otras. El Rav conferencista explicó que todos estos conceptos se repiten en cada encuentro que él tiene, sin importar el lugar del mundo en el que esté. Y explicó además que si buscamos amor, paz, felicidad, es porque sabemos de lo que estamos hablando. No podríamos buscar algo que no conocemos. En nuestra esencia, sabemos de qué se tratan. Por eso, volvemos a ir tras ellos. Porque dentro nuestro sabemos lo que significa tener amor, paz, felicidad.

Lo que más me gusta de estas noches, es todo lo que me hacen pensar, recapacitar y crecer. Agradecida estoy de tenerlas. No sólo a las noches, sino a quienes hacen de ellas, como la luna en el mar, la luz que cada día se enciende e ilumina mi camino para que pueda andarlo sin temor a caer.